¿Quién me iba a decir a mí hace unos meses que agradecería salir de casa, aunque fuera para ir al supermercado? Ahora, mi mujer y yo casi hasta nos peleamos por ir al súper cuando antes nos lo teníamos que repartir. ¿La razón? Que ahora no se puede hacer prácticamente nada. Es curioso cómo cambian el enfoque cuando se vive una situación excepcional.
Más allá de que las restricciones a los movimientos estén (o no) justificadas es evidente que el estado de ánimo y los aspectos psicológicos han cambiado mucho en los últimos meses. Ayer mismo estaba todo entretenido en la cocina preparando la lista de la compra, como si fuera lo más divertido del mundo. Abría la nevera y anotaba que faltaban yogures bio, naranjas y leche desnatada. Preparándolo todo cómo si me fuera a ir de viaje un par de semanas: y solo iba a tres manzanas al supermercado. Está claro que algo raro está pasando.
Podría decir lo mismo de respirar aire. Cuando alguna vez estoy solo sin nadie a 300 metros a la redonda y puedo quitarme la mascarilla y percibo los aromas del mundo sin el filtrado de un tejido antivírico siento en mí una especie de emoción, casi como si me estuviese enamorando otra vez del mundo. Claro que una vez que me vuelvo a poner la mascarilla vuelvo a respirar a medias y lo único que huelo es mi propio aliento.
Pero así son las situaciones difíciles. Seguro que alguno de nuestros padres o abuelos nos pueden decir lo ‘agradable’ que es vivir una posguerra: pues esto es algo que se le parece un poco, ¿no? Y como sucede en las guerras y en sus correspondientes posguerras nunca se sabe cuándo volverá la normalidad… la normalidad de verdad, es decir cuando ir a comprar yogures bio no sea el pasatiempo del mes, cuando uno pueda respirar aire sin filtrar y pueda ver a quién quiera cuando quiera sin tener que sacarse por la vía rápida una licenciatura de derecho para descifrar los 40 tomos de nuevas leyes de los últimos meses.