Recién llegado a Padrón desde la soleada Sevilla, donde nací y crecí entre aromas de azahar y sonidos de flamenco, me encontré envuelto en una aventura inesperada que me llevó directo al corazón de Galicia. Mi primer objetivo era encontrar empleo, y qué mejor lugar para empezar que sumergiéndome en la rica cultura gastronómica de la región. Así fue como, casi por arte de magia, terminé trabajando en un famoso restaurante gallego en Padrón. Sí, ese pequeño pueblo conocido por sus pimientos que juegan a la ruleta rusa con tu paladar: algunos dulces como el azúcar y otros ardientes como el mismísimo sol de Sevilla.
Mi llegada al restaurante gallego en Padrón no fue menos que un episodio de comedia. Con mi acento andaluz marcado y mi conocimiento de la cocina gallega limitado a lo que había visto en programas de televisión, me presenté con toda la confianza del mundo. El dueño, un señor robusto con una sonrisa contagiosa, me miró de arriba abajo y dijo: «¡Vaya, vaya! Un sevillano en Galicia. ¿Sabes al menos lo que es un pulpo a feira?» A lo que respondí, con una mezcla de orgullo y nerviosismo: «Pues claro, ¡es pulpo con… cosas, no?» La carcajada que soltó resonó en todo el local.
A pesar de mi torpe presentación, decidieron darme una oportunidad. Mi primer día fue un torbellino de aprendizaje. Me asignaron la tarea de ayudar en la cocina, lo cual, para alguien cuya experiencia culinaria se limitaba a hacer tortillas de patatas, era todo un reto. Pronto descubrí que la cocina gallega era un universo vasto y fascinante, lleno de sabores y técnicas que nunca había imaginado. Desde aprender a cocer pulpo hasta descubrir los secretos de un caldo gallego perfecto, cada día era una nueva lección.
Sin embargo, el verdadero desafío llegó cuando me pidieron atender las mesas durante un turno muy concurrido. Armado con mi mejor sonrisa y mi acento aún más pronunciado gracias a los nervios, me lancé a la aventura. Los comensales se divertían con mis intentos de explicar los platos en un gallego mezclado con andaluz, y yo me deleitaba con sus historias y su amabilidad. En una ocasión, un cliente me pidió que le recomendara un vino. Recordando un nombre que había escuchado, respondí con confianza: «Este albariño es el acompañamiento perfecto para su plato». Lo que no sabía era que había recomendado uno de los vinos más caros de la carta. Por suerte, resultó ser un acierto, y el cliente quedó tan satisfecho que dejó una generosa propina.
Con el tiempo, me convertí en parte del mobiliario del restaurante. Mis compañeros, que al principio me veían como el curioso sevillano que había aterrizado en su cocina por casualidad, ahora me trataban como a un hermano. Aprendí a amar la cocina gallega tanto como la andaluza y descubrí la belleza de compartir culturas a través de la comida.
Mi aventura en el restaurante gallego en Padrón fue más que un simple empleo; fue una experiencia que cambió mi vida, enseñándome sobre la importancia de la adaptabilidad, el respeto por las tradiciones y el valor de la risa compartida alrededor de una mesa. Y aunque finalmente mi camino me llevó de vuelta a Sevilla, siempre guardaré un trocito de Galicia en mi corazón, junto con recetas de pulpo a feira y empanada que ahora cocino con cariño para amigos y familiares, contándoles historias de mi época en un restaurante gallego en Padrón, donde un sevillano aprendió a conquistar el noroeste de España, un plato a la vez.